EUC de un barrio, de toda la ciudad, las Contribuciones Especiales y las aMU en el nuevo escenario de los fondos europeos

Todos los indicadores apuntan a que el problema urbano más importante que vamos a tener que afrontar es la obsolescencia, degradación y pérdida de competitividad de la ciudad existente.

En el expansionismo de los años 60 y 70, propiciado por aquella ley fundacional como fue la LS56 y acentuado por los movimientos migratorios y transformaciones económicas hacia la industrialización, se urbanizaron ingentes cantidades de suelos (de aquella manera) y se edificaron cientos de miles de viviendas con las condiciones dimensionales y técnicas vigentes entonces (claramente precarias). El tejido es muy sensible al paso del tiempo, no solo por el envejecimiento prematuro de las obras (obsolescencia material) sino por su inadaptación a las nuevas necesidades sociales, económicas y ambientales (obsolescencia funcional).

Es un hecho que nuestros tejidos urbanos, en su sentido pleno, ya no funcionan. Las dotaciones públicas y equipamientos privados son insuficientes para atender las necesidades de la ciudadanía, el tejido laboral/comercial/productivo necesario es totalmente distinto y los impactos ambientales y exigencias de reducción de los mismos no se limitan a los nuevos desarrollos. Es por ello, que en este escenario son muchas las personas que enuncian las necesidades de intervención, de redefinición de los entornos urbanos, de adopción de nuevos criterios de configuración urbana y que apuntan a que la definición de las actuaciones sea de una manera participada, transversal y de abajo-arriba. Pero es peculiarmente llamativa la elusión, probablemente deliberada, de la pregunta clave: ¿quién debe pagar la regeneración?

Hemos acostumbrado tanto a la ciudadanía a que el urbanismo, la ciudad, las dotaciones públicas son aparentemente gratuitas que hemos extendido dicha idea a la ciudad existente. Todo es milagrosamente “gratis” y así tiene que seguir siendo y además de manera igualitaria, puesto que basta que a alguien le salga gratis o que se subvencione a unos la intervención para que, automáticamente, los demás reclamen para sí lo mismo. Todo en un claro juego de pícaros y ver quien arrampla la siguiente porción de la “tarta” de los recursos públicos (sean europeos, del Estado, de Euskadi, forales o municipales).

El problema radica en que no hay tarta para todos, ni la va a haber. Pero este mensaje resulta impopular y enseguida emergen los discursos demagogos de un lado y del otro, que desactivan cualquier mecanismo de resolución objetivo, para que, en una suerte de patada seguir, tenga que ser “el siguiente” el que afronte el problema, mientras que podamos lucir un programa/plan/proyecto de que algo estamos haciendo (EDUSI, PAI, EDIL, etc. ….. ¿a qué sí?). Pero estas actuaciones no dejan de ser ejercicios puntuales sin carácter transformador, acaso van en el sentido contrario del necesario.

La solución no es sencilla y, sobre todo, va a ser incomoda para todos (por cierto, ya cansa el uso de vocablos edulcorados y que ocultan la verdad “como la transición justa”, que no hacen sino confundir y tratar de construir un discurso vacío que no lleva a ningún lugar).

En la regulación urbanística tenemos desde hace tiempo diversas herramientas para afrontar el problema, sin que tengamos que tirar la ciudad al cubo de la basura para tener que reedificar (nuestra recalificación con reordenación), cuyos efectos ya conocemos. Tenemos las Entidades de Conservación Urbanísticas (ECUs), las contribuciones especiales (del TRLRHL) y nuestras aMUs de regeneración y renovación (incluso integradas). Todas ellas comparten un nexo común, los pagadores de todas las actuaciones, decididas, participadas, equitativas, corresponsables, integradas y sostenibles son las personas propietarias cualquiera que sea el tejido urbano (rico, medio, pobre, degradado o no, todos). Resulta peculiar que todo el mundo comparte la necesidad de atajar el problema urbano con sus características y condiciones, excepto una, la de que sean las personas propietarias quienes sufraguen de manera directa y no a través de impuestos indirectos o directos esas intervenciones.

El recurso a la financiación mediante impuestos sería un falsa solución porque los municipios tendrían que incrementar el IBI, por ejemplo, desorbitadamente y saliendo todo de los mismos bolsillos y tendría un manifiesto halo de injusticia porque quienes hayan invertido en rehabilitar su inmueble pagarían también la rehabilitación de los que se han ahorrado ese gasto o quienes han pagado al promotor la ejecución reciente de una urbanización y unos edificios adaptados y sostienen la correspondiente hipoteca tendrían que pagar la rehabilitación de quienes no tienen esa carga.

Cada una de estas 3 herramientas disponible (ECUs, contribuciones especiales y aMUs) tiene sus peculiaridades, duración, alcance, criterio de cálculo y distribución de costes, pero todas permiten atender de manera periódica y sostenible en el tiempo las necesidades urbanas en su sentido más amplio.

Las preguntas son ¿Por qué las nuevas iniciativas regadas con todo tipo de fondos no se centran en transformar la forma de intervenir en la ciudad aplicando alguna de estas herramientas en vez de buscar el resultado efectista y de corto plazo de una intervención de ladrillo y/o bordillo?, ¿estamos cambiando algo o estamos en una constante huida hacia adelante pero en sentido contrario al que necesitamos?

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