¿Cuál es el gran reto de la regeneración urbana?



Vamos a lanzar una idea que puede resultar chocante o al menos contraria al discurso dominante.

La pregunta nos interroga sobre cuál es nuestro grado de 'piñón fijo', ¿seguimos con los mismos objetivos y soluciones que antes de que la sociedad cambiase?

En cuanto a la intervención en la ciudad existente, tenemos que tratar de forma singular los ámbitos urbanos más vulnerables, aquellos en que la degradación es irreversible porque, en estos lugares, tanto el grado de deterioro como la urgencia de la recuperación facilitan y aconsejan la aplicación de las recetas habituales del urbanismo, las actuaciones de reforma o renovación de la urbanización y las actuaciones edificatorias, o lo que es lo mismo, la sustitución de la ciudad.

Sin embargo, el problema más importante (aunque no sea tan urgente como los ámbitos más degradados)  porque afecta a la mayor parte de la población, al resto (excepto los nuevos desarrollos): es el agotamiento de la ciudad por obsolescencia de la urbanización y de la edificación (elementos materiales, hardware) y obsolescencia de la red de equipamientos, tanto públicos como privados (intangibles en lo esencial, podríamos llamarlos por contraposición, software).

Porque, ¿cuál es la vida útil de la urbanización?, ¿cuál es el plazo de amortización de la urbanización?, ¿cuál es el plazo para repensar el mix de la oferta de dotaciones, en sentido amplio? ¿Y de la ciudad?

¿Os habéis percatado que son unas preguntas que ni siquiera se enuncian?

La obsolescencia urbana es como esa realidad incomoda que preferimos negar o esconder a través de esos parcheos periódicos en la ciudad a cargo de los ayuntamientos, aunque las otras administraciones tampoco se libran (¿Cuál es la vida útil de las carreteras, puentes, autopistas, aeropuertos y puertos?).

Los desarrollos urbanos que hemos conocido nunca se plantearon la pregunta de qué sucedía después de que se terminaban las actuaciones / recepcionaban las urbanizaciones. En los orígenes del modelo había que producir mucha vivienda y no ayudaba la preocupación por el futuro ni, lógicamente , establecer IBI suficientes, cuanto menos impuestos grabaran la vivienda mejor se venderían y más se producirían. Todo era nuevo, todo crecimiento urbano era bueno y los costes de conservación exiguos, pero el paso del tiempo es inexorable y el fin de la vida útil se produce en algún momento, aunque realicemos un correcto mantenimiento (obviamente, esto ya se sabía porque la ciudad no era un fenómeno nuevo). Si ese momento del agotamiento de la vida útil no ha llegado en nuestras ciudades, es inminente. Si, además, sumamos los déficits dotacionales y de los edificios construidos en otra época con estándares que no responden a las necesidades actuales, se nos presenta un problema generalizado y sin embargo…

¿Qué nos planteamos, incluso con las impropias actuaciones de regeneración urbana? Deseducar en el cumplimiento de deberes mediante la socialización de las cargas urbanísticas, contraviniendo el principio básico de la distribución de beneficios y cargas. Porque reconozcámoslo, ¿por qué asumimos con normalidad que es justo y necesario que las cargas urbanísticas sean impuestas a las actuaciones de nueva transformación, cuyo coste es asumido por todos los bienes inmobiliarios, pero nos resistimos a imputarle el mismo coste cuando han agotado su vida útil (salvo que sea una actuación integrada de sustitución urbana) y nos remitimos a las políticas exclusivamente fiscales?

Una vez más es la huida del urbanismo, la acumulación de pasivos y las paladas de insostenibilidad integrada, que no hacen sino inducir a la degradación urbana. El lema parece ser “Salvemos unos pocos”, pero a costa de no alterar el proceso de degradación del resto por no cambiar el sistema y la práctica de la intervención en el medio urbano. Es como si nos negáramos a usar el ordenamiento vigente para afrontar el problema más relevante y generalizado que se nos viene encima, la obsolescencia urbana.

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