Jane Jacobs y sobre la “Muerte y vida de las grandes ciudades”

Clichés, elusiones intencionadas y posibles aciertos

En una época donde lo urbano es fuente de distintas posturas, surge de tanto en cuando una de las autoras de cabecera de muchas de las personas que abogan por una nueva forma de hacer urbanismo, pero que en ocasiones no tienen fácil trasposición a nuestra realidad, incluso aunque las regulaciones fueran otras. Por eso traemos a nuestro blog una de las más representativas, Jane Jacobs (1916-2006) y, seguramente, una de sus obras más relevantes “Muerte y vida de las grandes ciudades” (1961). 

En esta obra, Jacobs se nos presenta como una observadora social pretendidamente alejada de la visión de los urbanistas, leguleyos, “financieros de las sombras” y gobernantes que definen nuestras ciudades a través de sus planes de transformación ¿espuria?, aunque ciertamente limitada la casuística norteamericana tan alejada de nuestra realidad puede que no social, pero sí, desde luego, urbanística (¿Acaso es mayoritaria la forma americana en nuestras ciudades y pueblos? ¿Tenemos acaso formatos análogos de regulación?).

Jacobs inicia su obra con una enmienda a aquellas ideas que parecían gobernar la definición de las nuevas ciudades de los EE.UU. en los años 60 (Ciudad Jardín o la Ciudad Radiante) y a la forma de intervención sobre la ciudad existente, basada en la renovación urbana, esto es, en la sustitución de la ordenación/ciudad por otra y los fenómenos indeseables que acarrean.

A partir de ahí, Jacobs nos muestra una serie de escenas sobre el modelo de ciudad para precisamente cuestionar los “nuevos planes” de aquella época. Aborda elementos como las aceras vinculadas a conceptos como la seguridad, el contacto interpersonal y la incorporación de los niños. Igualmente, analiza otros espacios como los parques urbanos y la estructura y organización de los barrios, como contraposición a ese modelo de sprawl americano mayoritario o incluso al modelo de bloques en altura sobre el tapiz verde de Le Corbusier, todo ello aderezado por una crítica a la zonificación urbana y la dependencia del vehículo privado.

En la segunda parte aborda los fenómeno urbanos por excelencia: la diversidad y la concentración, todo ello tamizado por un conjunto de escenografías fundamentalmente neoyorquinas donde, no solo expone las virtudes de la morfología de las manzanas pequeñas y edificios antiguos sino que, pone en cuestión los procesos de sustitución uniformizadora que se planteaban en aquellos tiempos en ciertas zonas deprimidas de Nueva York. Nos habla de la necesidad de la heterogeneidad, diversidad (primaria y secundaria) y de la mixtura urbana para que los centros urbanos y barrios no pierdan vitalidad y resulten autosuficientes.

En la tercera parte del libro apunta a las causas del deterioro urbano, asociado al monocultivo, a la generación de los elementos frontera (generalmente infraestructuras que separan ámbitos), los fenómenos de degradación inducida bien por restricciones del crédito (prioritariamente público) y el dinero de las “sombras”, al cual tipifica de cataclísmico en cualquiera sus formas, acompañado del mecanismo expropiatorio (siempre injusto según la autora), que replica sobre el suelo urbanizado lo que se hace en el suelo rural para su transformación.

La obra concluye con una serie de propuestas, algunas conocidas por nosotros: las políticas de vivienda pública; la necesidad de reducir el impacto de los vehículos a favor del peatón; la articulación de la obra estética/arquitectónica que debe ser un mecanismo para eludir tanto la monotonía visual como el excesivo protagonismo o atracción urbana; el tratamiento diferenciado de los “conjuntos residenciales” y la sempiterna problemática del poder electo y los procesos participativos en las distintas escalas. A modo de propuesta final, la autora nos propone una serie de tácticas tanto para la comprensión como para la ayuda a las ciudades (pensar en procesos, trabajar inductivamente –de lo particular a lo general- y buscar indicaciones o señales singulares, que impliquen cantidades muy pequeñas, que revelan la forma en que operan las cantidades mayores y más abundantes) y esgrime una batería de acusaciones a los urbanistas de la época.

Entrando en su valoración, no hay duda que “Muerte y vida de las grandes ciudades” es una obra de referencia dentro de la reflexión de lo urbano y que de manera visionaria anticipó muchas de las problemáticas urbanas que tenemos en la actualidad y por ello hay que valorarla positivamente. Pero, en igual medida, realiza una serie de simplificaciones y elusiones que siendo nucleares a la acción urbanística, rebajan ciertamente su valor y, sobre todo, su aplicación en nuestros días, precisamente por los clichés que utiliza y la falta de reconocimiento de los problemas urbanos reales que existen, acaso de manera intencionada que también ocurre en nuestros días.

Al margen de las distintas corrientes históricas del urbanismo, los arquitectos, urbanistas y planificadores de trinchera siempre han tratado de racionalizar las variables de juego urbano que tienen delante y no las que desearían, las cuales, al menos en nuestro caso, están permeadas de manera sustantiva por esa capacidad de resolución de conflictos e intereses cruzados que se le presume al ordenamiento jurídico. Pero claro, como no nos gustan las leyes, las normas y los planes…

A pesar de la pretendida visión dinámica y vitalista que aparentemente realiza Jacobs, esta no deja de ser en el fondo una visión estática y en ocasiones con orejeras. Pongámonos en clave de sostenibilidad, no hay factor tiempo. ¿Cómo se llegó a esa conformación? La autora pretende ignorar los procesos previos que se tuvieron que dar para alcanzar la conformación de aquellos lugares y espacios que ella identifica como emanados de la ciudadanía. (No question, No answer, No problem). Y por otro lado, tampoco se plantea qué hacer cuando esos tejidos urbanos agoten su vida útil ¿Cómo se mantiene?, ¿O es que la ciudad es eterna? No, la ciudad siempre se ha reciclado y regenerado, basta mirar a la historia de la ciudad intramuros, incluso con procesos traumáticos y de calado para cada época.

Por otro lado, para Jacobs no existe un urbanismo de gestión (ese que nosotros ya teníamos desde Cerdá), sino únicamente el de la expropiación/compra, de promotores privados con manos manchadas de sucio dinero y gobernantes sin escrúpulos y técnicos llenos de conocimiento presuntamente científico alejado de la realidad. Para ella la única acción urbanística válida es la que emana de la ciudadanía, eso sí, acotada y a favor de la cual ha de ponerse cantidades ingentes o cuasi infinitas de recursos públicos para que esas comunidades decidan en su exclusivo interés, incluso anteponiendo el mismo al interés de la supra-comunidad (350, y también véase el capítulo 21 dedicado a “Gobernar y urbanizar distritos”).

En la ciudad de Jacobs todo es milagrosamente voluntario, fortuito, participado, decidido y la acción pública/política y de representación democrática debe quedar en un segundo plano. Por otro lado, resulta curioso que nadie obstruye o dinamita el proceso en una suerte de arcadia feliz, no hay necesidad de elementos coercitivos, llegándose a la resolución de los problemas aparentemente mediante, el consenso, el proceso participado y desde el plano económico con el trueque y el atesoramiento (334). El dinero privado e incluso público en ambos casos en grandes actuaciones (que se califica de cataclísmico) es sucio, espurio y fuente de corrupción ¿verdad? Y de aquellos barros, estos lodos.

Si para nosotros el urbanismo es la confrontación y resolución de las tensiones que se producen mediante la ordenación entre la propiedad privada y el interés general ¿Dónde quedaría esto en la arcadia feliz de Jacobs? ¿Dónde encajarían nuestros mecanismos urbanísticos de equidistribución beneficios y cargas y de distribución de costes? Ya sabemos que nuestro sistema es un “rara avis”, pero para nosotros es el mayoritario, aunque les pese a muchos. Para la autora no existe ni la noción del régimen estatuario de la propiedad (con sus derechos y obligaciones), ni los procesos de obtención de suelos gratuitos y urbanizados al servicio de la comunidad (dotaciones). Al igual que los que promulgan un modelo de propiedad ajeno a toda condición de participación colectiva, para Jacobs la propiedad no tiene casi obligaciones para consigo mismo, mucho menos para con lo colectivo y no digamos ya que la administración las pueda exigir. Aunque hemos de reconocer que puede que sea lógico, dado que en el modelo del planeamiento urbanístico anglosajón, el plan no tiene la misma concepción y fuerza regulatoria. Pero si esto es así ¿Qué validez tiene para nosotros su modelo de “gestión”?

Plantea que sean las comunidades o conjuntos residenciales las que, como entes de gestión autosuficientes, deben decidir las intervenciones, que a su vez deben ser pagadas por la administración y que son estas comunidades las que deben decirle a la administración las normas y exenciones que deben ser aplicadas ¿No suena esto a un modelo de gated communities de los años 60? Una vez más una deformación de la solidaridad, que además en no pocas ocasiones somete al ciudadano al barrio, al gueto, la banda, al clan, a la comunidad y a la familia, dejándole ajeno a los derechos y las obligaciones de la sociedad, cualquiera que sea el marco territorial superior a esos conjuntos residenciales.

Sin embargo, sí interesa resaltar algunas de las conclusiones de lo más acertadas del libro, que desgrana en sus propuestas para la intervención sobre la ciudad existente, donde denuncia la renovación urbana (con sus mecanismos de empobrecimiento, desplazamiento y espirales de precios) o la necesidad de instaurar mecanismos para la limitación del consumo de suelo o la apuesta por la regeneración urbana, aunque no atisba como hacerlo de una manera sostenible, conjunta e integrada, ya que lo fía todo a la voluntariedad y a la dotación exclusiva de recursos públicos. Por eso, quizás, la nota más positiva la encontremos en las últimas líneas de la obra donde Jacobs apunta: “Es verdad que las ciudades inertes y sin vigor suelen contener los gérmenes de su propia destrucción y poca cosa más. Pero en cambio, las ciudades de vida intensa, animada y diversa contienen las semillas de su propia regeneración y tienen la energía suficiente para asumir los problemas y necesidades ajenos.”

Por eso entendemos que la lectura de “Muerte y vida de las grandes ciudades” debe hacerse con cierta cautela, porque no todas las lecciones son aprovechables, aunque esto se puede predicar de cualquier autor, incluso de nosotros mismos.

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